Sexualidad, Salud y Sociedad

REVISTA LATINOAMERICANA

ISSN 1984-6487 / n.6 - dec. 2010 - pp.144-152 / Blanco, R. / www.sexualidadsaludysociedad.org



JONES, Daniel. 2010. Sexualidades adolescentes. Amor, placer y control

en la Argentina contemporánea. Buenos Aires: CICCUS/CLACSO.


Rafael Blanco

Becario CONICET en el Instituto Gino Germani (UBA)

Doctorando en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.


> rblanco@sociales.uba.ar



Acaba de publicarse Sexualidades adolescentes. Amor, placer y control en la Argentina contemporánea, libro del investigador argentino Daniel Jones editado en el marco de la colección “Cuerpos en las márgenes” que dirige Carlos Figari. La investigación que Jones presenta es el resultado de su tesis de doctorado en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires y de su desempeño como becario en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina. Sin embargo, no se trata de la publicación de la tesis sino de un nuevo texto, resultado de un ejercicio de traducción por el cual un trabajo sistemático de indagación realizado entre los años 2003 y 2008, y destinado a la comunidad académica como principal lectora, ha sido convertido en un texto de divulgación orientado a un público más amplio acerca de las prácticas y significados de las sexualidades de adolescentes y de las dinámicas sociales que las atraviesan en una pequeña ciudad patagónica. Este esfuerzo destinado a dialogar con otros lectores (cada capítulo se encabeza con titulares y epígrafes de medios masivos, canciones del repertorio popular, combinado con el testimonio de algún/a entrevistado/a o alguna cita bibliográfica) guarda coherencia con el objetivo de la colección en la que se inscribe: se trata de una serie de investigaciones en torno al cuerpo y las sexualidades, que buscan acrecentar la reflexión teórica y abonar el debate público en torno a estos temas.

El texto avanza a partir de ciertos objetivos trazados por la investigación de la que surge: identificar las jerarquías que operan en las sexualidades de adolescentes, las dinámicas que las producen y los modos en que estas valoraciones son resistidas o subvertidas. Para ello, Jones realiza un amplio trabajo de entrevistas con adolescentes, varones y mujeres nacidos en la ciudad de Trelew entre 1985 y 1990, que asisten a escuelas públicas mixtas de nivel medio. Trelew es una ciudad de 90 mil habitantes ubicada en la provincia patagónica de Chubut, compuesta por una población mayoritariamente atea y en comparación con otras regiones de Argentina, con menor influencia del catolicismo.

En ese sentido, se trata de un trabajo situado, en la medida en que no pretende ser un relato universal acerca de las regulaciones sociales en torno a las sexualidades, sino que especifica las modalidades que estos procesos adquieren en coordenadas espacio-temporales concretas. El menor grado de anonimato y el alto nivel de conocimiento de unos/as sobre otro/as; la circulación de chismes y rumores tendientes a sancionar conductas; los escasos lugares de esparcimiento y ocio nocturno, constituyen elementos del escenario social que caracterizan –como indica un refrán popular que el libro retoma– aquello de “pueblo chico, infierno grande”. La otra ciudad presente de algún modo en la investigación es Buenos Aires: funciona como referente, contraste y fuente de sentido en varios relatos en los que se hace referencia a la imposibilidad en Trelew de huir de la mirada de los pares.

Se trata, por último, de un trabajo cualitativo realizado desde una perspectiva de sociología de la cultura –valga la diferenciación, por oposición a una perspectiva de corte socioantropológico– sobre los significados de las prácticas sexuales desde la perspectiva de los actores. Desde este encuadre, Jones combina diferentes marcos teóricos (la teoría de los guiones sexuales, el construccionismo social, una perspectiva de género), “combinables” en la medida en que postulan como elemento común el carácter no esencial de las prácticas e identidades de género y sexuales, y enfatizan las expectativas sociales que regulan la vida cotidiana de los sujetos. Es a partir de estas coordenadas que el autor se propone avanzar en la identificación de las jerarquías, dinámicas y modos de desestabilización de las regulaciones sexuales de adolescentes en Trelew. Al no haber optado por una perspectiva que retomara aportes de la antropología, el trabajo no profundiza sobre un aspecto que sin embargo sugiere: el de la reflexividad y la construcción de conocimiento a partir de la implicancia del investigador con su universo de indagación, algo sobre lo que quisiera detenerme luego.

El texto realiza al menos dos aportes en extremo significativos por tratarse de tópicos poco abordados, tanto en los estudios sobre sexualidades como en los estudios sobre juventudes. En primer lugar, el esfuerzo de explicar cómo la heterosexualidad es también una construcción a nivel histórico-sociocultural, a la vez que un ideal regulatorio que opera normativamente en las experiencias de los sujetos. “También”, en la medida en que –como señala Mario Pecheny en el Prólogo– las investigaciones sobre sexualidades han enfatizado el carácter construido, opaco, de las prácticas e identidades no-heterosexuales, pero se ha avanzado, en menor medida, en el análisis de los complejos modos en que la heterosexualidad se construye, redefine y tensiona. En su argumentación y a partir de la perspectiva de los sujetos, Jones muestra los modos diferentes en que la heteronormatividad –como horizonte de expectativa, de posibilidades, y como sanción– opera en distintos aspectos de la vida cotidiana de los y las jóvenes. Pero a la vez, muestra que la heterosexualidad no se reduce a la heteronormatividad.

En segundo lugar, se sitúa en otro terreno poco abordado: el del placer. Como el autor destaca, a menudo los trabajos que se inscriben en el campo problemático (dicho a grandes rasgos) sexualidades-género-sociedad suelen priorizar las dimensiones del peligro, la prevención o las consecuencias no deseadas de una vida sexualmente activa, en situaciones tales como el embarazo adolescente, la transmisión y prevención de infecciones de transmisión sexual, etcétera. Sin descartar estos tópicos en la indagación, el libro avanza sobre otros temas (el amor, el placer, el autoerotismo, la pornografía), como dimensiones de la sexualidad que, sin embargo, no se encuentran por fuera de las regulaciones que el autor identifica: cuándo debe ocurrir “la primera vez”, y cuándo ya es tarde; cuántas parejas sexuales deben tener los varones, cuántas pueden las mujeres; hasta qué edad es válido ver pornografía. Vale decir, que el placer, los gustos y preferencias no son “lo otro” de las normas sexo-génericas, sino también un producto de las mismas. En estas dos líneas –el carácter construido (no natural) de toda sexualidad y su carácter regulado (es decir, históricamente construido pero normativamente vivido)– es posible leer los siete capítulos del libro, en los que el autor recorre temas como la pornografía, el silencio y la conversación con los padres, el debut sexual, el amor o los chismes como dispositivo de control social.

Quisiera retomar, a continuación, algunos hallazgos, hipótesis e interpretaciones que el autor expone con solidez, y señalar luego algunas lecturas posibles sobre un texto que se articula a partir de una triple exigencia: la de presentar un análisis sostenido acerca de cómo son regulados los lazos socio-sexuales entre jóvenes de la ciudad de Trelew, a partir de una estrategia de divulgación, en un esfuerzo por describir cierto clima de época.

Con el objeto de identificar las jerarquías sexuales entre adolescentes –algo que el autor retoma a partir del esquema planteado en esa misma línea por Gayle Rubin– Jones identifica la persistencia de la ilegitimidad, tanto para varones como para mujeres, del hecho de “transar”1 y tener relaciones sexuales homosexuales, como así también el de tener relaciones sexuales por fuera del noviazgo y/o con muchos varones, en el caso de las mujeres. El hecho de no haber tenido relaciones [hetero]sexuales luego de los 15 años, para el caso de los varones, constituye también un terreno de ilegitimidad. Basta releer algunas de las noticias que el autor trae como epígrafes de apertura de los capítulos para identificar que estas conclusiones contradicen en parte la opiniones o cierto sentido común (y una variada bibliografía académica) que postula una “caída” de los tabúes entre las nuevas generaciones en torno a la homosexualidad. Sin embargo, el texto se sitúa en el análisis de un espectro de prácticas que no se reducen a la distinción y el juicio de tener sexo con alguien del mismo o de otro sexo, sino que aborda el consumo de pornografía, la masturbación y los itinerarios biográficos –socialmente estructurados– que llevan a la primera relación sexual, para marcar que estas prácticas constituyen instancias de socialización (o subjetivación, en términos más contemporáneos) en el que los y las adolescentes, en palabras del autor, “transmiten expectativas de género desiguales y presionan para que varones y mujeres se adecuen a ellas” (:141).

¿Cómo se establece esta ilegitimidad? En primer lugar, se destaca en el texto la regulación por parte del grupo de pares mediante dos dispositivos: la circulación de chismes y la discriminación a homosexuales. En común, ambos dispositivos vehiculan expectativas sociales, diferentes para varones y mujeres: expectativas que justifican y estimulan la actividad sexual de los varones luego de los 15 años de edad, y que desaprueban la actividad sexual de las mujeres en términos de iniciativa sexual. Según Jones, “estas expectativas operan mediante prescripciones y sanciones sociales: quienes las trasgredan serán calificados de ‘boludos’ (los varones) o ‘putas’ (las mujeres). Al presuponer la heterosexualidad de las y los adolescentes, dichas dinámicas también refuerzan la desvalorización a los [y las] homosexuales” (:58). Así, el autor identifica las presiones públicas que existen para que los varones se inicien sexualmente, como así también para que las mujeres controlen o gerencien su deseo, so pena de sufrir alguna condena social.

Jones caracteriza estas presiones como instrumentos “de producción de la identidad de género y control de la sexualidad masculina” (:71) tendientes a reafirmar los sentidos de masculinidad y corroborar la identidad heterosexual frente a los pares. No obstante, en varios relatos de adolescentes existe una distancia o relativa impugnación a esta modalidad, que permite no sólo leer una mayor reflexividad –como el autor marca– en torno a las normas de género que pesan sobre los sujetos, sino también demostrar que la heterosexualidad no implica punto por punto ni excede a la heteronormatividad, que opera –con distinta intensidad, sin dudas– sobre el conjunto. Construir opacidad en torno a la heterosexualidad, desnaturalizarla, implica señalar los mecanismos mediante los que ésta se produce. La argumentación que Jones presenta constituye un aporte en esa dirección.

Sin embargo, no es sólo a partir del grupo de pares por donde las normas sexo-genéricas se transmiten, refuerzan y desestabilizan. Las conversaciones y silencios de los y las adolescentes con sus padres constituyen otro enclave, objeto de indagación en el libro. El texto argumenta que estas conversaciones reproducen en gran parte las desigualdades de género, lo que demostraría que la actividad bienintencionada de los padres de hablar de sexualidad no se traduce ni redunda necesariamente en la posibilidad de los hijos de decidir sobre la propia vida sexual, de lograr mayor autonomía en las decisiones o de acompañar su deseo. ¿Cómo se produce este reforzamiento? Jones construye dos categorías que permiten clasificar las experiencias de estas conversaciones y los sentidos que condensan. Por un lado, el control parental de la sexualidad femenina adolescente, a partir de “consejos, restricciones y recriminaciones que, articulando registros médicos y morales, establecen orientaciones normativas sobre comportamientos legítimos e ilegítimos” en los que subyacen, como escenario cultural de destino, “el amor romántico y el modelo familiar de la domesticidad” (:88).

Por otro lado, la omnipresencia material y discursiva del preservativo en las conversaciones con varones, que enfatizan su rol activo de género, por el cual son responsables “de todo lo que suceda con el preservativo: al ser el varón quien lo provee y usa y tratarse del único método de prevención de la pareja, su falla implica que él también será responsable de eventuales enfermedades o embarazos” (:143). Al reforzamiento de los roles tradicionales de género, el autor subraya también la presunción de heterosexualidad de sus hijos e hijas, que se plasman en los consejos de los padres. Éstos asumen siempre como pareja sexual a una persona del género opuesto, lo que “refuerza la heterosexualidad como modelo esperable y deseable, pues al naturalizar las prácticas heterosexuales las constituye como las únicas posibles, aceptables y/o valiosas. Sus consejos no contemplan que podría ser de otro modo” (:87). Hay aquí otro importante aporte para pensar la construcción de la heterosexualidad, ya no en términos de la sociabilidad entre pares sino de socialización intergeneracional.

Con todo, Jones identifica “una mayor disposición sexual femenina” y “la ausencia de valores religiosos que restrinjan su iniciación sexual”, lo que indicaría una distancia con las expectativas de género tradicionales; y lo que podría señalarse (no sin un costado paradógico) como el “carácter disruptivo” del amor romántico en adolescentes varones. Al indagar en torno al deseo y el placer, el autor señala que “algunos adolescentes destacan cuestiones sentimentales como lo que más les gusta de tener relaciones sexuales, acercándose al tipo de compañero ‘romántico’ que valoran estas chicas” (:74). Jones atribuye algunos de estos cambios –y constituye una de las tesis fuertes del texto– a “un proceso más amplio de modernización de su sexualidad, que definimos como orientado hacia la secularización de los valores sexuales, la flexibilización de las normas de género, una mayor igualdad en las relaciones sociales e interacciones sexuales, una individualización de los comportamientos y una creciente reflexividad del sujeto. Es un proceso fragmentario y contradictorio, pues entre las y los adolescentes coexisten valores y experiencias tradicionales y modernas. Por eso, decimos que esta modernización es parcial para subrayar la permanencia de expectativas y relaciones de género asimétricas que moldean sus opiniones y prácticas” (:59). A continuación se propone poner en tensión esta lectura y avanzar sobre un último tópico, vinculado al tipo de conocimiento construido.

El autor señala una especificidad que adquirirían los lazos sexo-genéricos en el tiempo presente: una creciente modernización, producto de un proceso de secularización y mayor reflexividad, no exenta de contradicciones y facilitada por el “componente laico” de esta población. ¿En qué se traduciría ese “cambio de época”, sugerido en la idea de modernización? Por ejemplo, en que los y las adolescentes ya no consideran que una mujer deba llegar virgen al matrimonio. O en que la virginidad femenina tampoco sea considerada un valor positivo. Es el temor al embarazo, de modo preponderante, lo que opera en las mujeres como freno a una actividad sexual más intensa: “En los testimonios no aparece ninguna reputación ni modelo femenino positivo, a diferencia de lo que sucede en otros países latinoamericanos con la figura de la “virgen”, producto de la influencia católica. La ausencia de un ideal así entre estos adolescentes puede atribuirse tanto a su perfil religioso (en su mayoría bautizados cristianos, pero no practicantes) y el de la sociedad local (con un escaso peso del catolicismo), como a la creciente secularización de los valores sexuales por el impacto de discursos modernos sobre sexualidad (…) Sólo permanece la “puta” marcando “aquello que una mujer no debería ser” (:113).

Quisiera proponer otra lectura, en la medida en que resulta difícil no entender “puta” en relación a “santa” o “virgen”, en un sistema de significaciones en el que lo religioso y lo secular no conforman estadios sucesivos/progresivos, sino que constituyen lenguajes en convivencia, que trazan distintos significantes y recortan sus referentes de un fondo moral común. Difícilmente “puta” adquiera su sentido en vinculación (filiación o diferenciación) con los valores modernos que el autor señala (los derechos sexuales y reproductivos, la reflexividad de género), sino por una relación particular con la carne, por utilizar la figura clásica que antecedió a la moderna sexualidad. El señalamiento es una propuesta de lectura, y va dirigido a no perder de vista, en todo caso, las multitemporalidades coexistentes que atraviesan los procesos sociales, en los que conviven marcas de distintos ciclos históricos que se refuerzan, impugnan, contradicen y afirman entre sí.

En otros términos, entiendo que el foco en la modernización pone en relieve sólo un componente que puede volver problemático comprender algunas de las conclusiones sobre las que el mismo texto avanza. Por caso, la tesis de la modernización no permitiría explicar la primacía –en el sistema de jerarquización de prácticas e identidades– de la heterosexualidad, por no referir a la ininteligibilidad de los relatos de jóvenes de otras identidades, prácticas sexuales o sujetos; o, como el texto también señala, la inexistente mención al aborto como posibilidad frente a un embarazo no deseado. En este sentido, una pregunta posible tiene que ver con si la lectura que el autor realiza tiene –o no– que ver con las propias expectativas de quienes realizan (realizamos) estudios sobre sexualidades, y/o con el vínculo con nuestros universos de estudio que, en muchos casos, coinciden con los universos de vida. El último comentario va en ese sentido.

Jones se pregunta por qué analizar Trelew: “Porque al haber vivido de adolescente sospechaba que algunas de las opiniones y experiencias sexuales de un joven de Trelew eran diferentes de las de sus pares porteños o de ciudades del Norte o Cuyo argentino” (:19). En este sentido, el autor se inscribe en algunos (muy pocos) pasajes del libro. Por el contrario, mayormente se posiciona a partir de un “nosotros exclusivo” (o nosotros de autor; nosotros, la comunidad científica) a partir del que construye una distancia expositiva con su universo de indagación. Si bien en ningún momento el texto se propone un abordaje de tipo etnográfico, y no hay por tanto un intención o un trabajo sobre las estrategias de extrañamiento, distanciamiento, objetivación, o sobre los procesos de transferencia, contra-transferencia o implicancia del investigador en un espacio social que no le es ajeno, creo –segunda lectura propuesta– que hay una riqueza menos explorada para analizar los silencios, los tabúes, las afirmaciones, en fin, la intersubjetividad presente en las entrevistas que el autor transcribe. En otros términos, y retomando las figuras del “pueblo chico” y de la “gran ciudad”, se trata de un investigador nativo del universo que analiza, migrado a otro, que interroga ese espacio desde una posición (cultural, geográfica, sexuada) determinada. Al mismo tiempo, lo hace a partir de preguntas e hipótesis planteadas desde un amplio bagaje teórico-conceptual, pero también sobre la base de la propia experiencia que, sin embargo, aparece menos trabajada. Reparar en este aspecto constitutivo de la producción de conocimiento no invalidaría, en nada, la investigación: el propio campo de estudios sobre sexualidades se ha ido construyendo a partir de esta particularidad, como un modo de darse a sí mismo un marco epistemológico e interpretativo, en un derrotero similar tal vez al de las epistemologías feministas. Sólo que a la luz de las tensiones expresadas en la propia enunciación del texto, este punto (de la reflexividad del autor en torno al propio universo) aparece como un terreno menos denso de reflexión.

Jones ha elegido una vía de argumentación sostenida a partir de una triple estrategia: una serie de sólidas hipótesis y preguntas de investigación, una vasta bibliografía y un extenso trabajo de campo, lo que permite construir conocimiento sobre un área –paradójicamente– de relativa vacancia: la construcción social de la heterosexualidad, o más precisamente (y como tercer propuesta de lectura) de las heterosexualidades, algo tal vez sugerido en el plural que titula este libro necesario.







1 “Transar” es un término utilizado por los y las jóvenes de Argentina que, como Jones señala, “significa besarse, acariciarse y frotarse entre dos personas con distintos grados de intensidad, pero sin penetración” (:102).

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