Sexualidad, Salud y Sociedad

REVISTA LATINOAMERICANA

ISSN 1984-6487 / n.3 - 2009 - pp.171-176 / www.sexualidadsaludysociedad.org


PRIEUR, Annick. 2008. La casa de la Mema. Travestis, locas y machos. (Traducción de Julia Constantino e Irene Artigas). México: Programa Universitario de Estudios de Género, Universidad Nacional Autónoma de México (PUEG/UNAM).


Rodrigo Parrini

El Colegio de México

rparrini@colmex.mx


La lectura de La casa de la Mema fue una experiencia no sólo interesante en términos intelectuales, sino emotiva y esclarecedora. El libro no es apenas un argumento y una narración con fines académicos. Es también un viaje a un mundo y a unas vidas que pueden sernos cercanas o lejanas, cómodas o molestas, ciertas o imprecisas, pero que están ahí, tal vez a nuestro lado, quizás en nosotros mismos. La autora logra crear un texto académico que no resta fuerza a sus protagonistas, que no los congela ni los entumece. Hablan, hablan mucho, hablan de todo y a gusto. Narran, ríen, tuercen, esgrimen, reculan, atacan, esperan y callan. El texto es la trama de una narración colectiva, de muchas voces que convergen y divergen, que se entrelazan y que disputan. No sólo voces: cuerpos, subjetividades, sistemas sociales, órdenes simbólicos, relaciones sociales, poder y deseo.

Me pregunto, e invito al lector a preguntarse: cuando entramos a una casa y compartimos la comida con sus moradores, cuando nos invitan a pasar a sus cuartos y conocemos sus intimidades, cuando usamos el mismo baño y seguimos cierta rutina junto con los habitantes de esa casa, cuando hacemos todo eso: ¿somos conscientes, sabemos que participamos de todos los aspectos de un orden social? Vemos al pasar una casa, sin mucho interés, una casa como tantas otras podría ser la casa de la Mema, aquella casa ubicada en alguna colonia de ciudad Neza, entre niños, polvo, cemento y perros; cuando miramos su frontis, divisamos sus ventanas, nos detenemos tal vez en algún detalle de los estucos o en el color de las paredes, en las cosas que faltan y en aquellas que sobran; cuando hacemos todo eso como transeúntes casuales, observadores laterales de vidas ajenas y de casas desconocidas, ¿sabemos que estuvimos a punto de entrar en la intensidad de un mundo, en la verdad de algunas vidas? ¿Sabemos que apenas nos separa una pequeña distancia de los afanes de los otros, de sus historias, de sus dolores y de sus esperanzas? Creo que nunca logramos sopesar correctamente, de modo justo, la delgada línea que suponen la vida cotidiana y el devenir de los otros.

Annick Prieur cruzó esa línea. Conoció a Mema casualmente en algún congreso, conversaron, tal vez se quisieron, y ella partió hacia su casa como Ulises partió hacia Ítaca, en un viaje tan intenso, tan verdadero y tan necesario. Entra y cruza la línea, comparte el plato y las labores, escucha las conversaciones y los alardes, mira con prudencia los énfasis de los cuerpos, sus gustos, sus extravíos. Observa con atención, escucha con profundidad, pregunta con mesura y cuidado. A estas tres tácticas cotidianas, fundamentales para la investigación social, la autora las ha usado de modo magistral. Y eso se percibe en la comprensión que tuvo de la oscilación subjetiva, corporal, identitaria y deseante de los habitantes de esa casa. Annick Prieur sale con sus amigas y amigos, los acompaña a diversos lugares y en distintos momentos, pero siempre permanece fiel a la casa, como si una sala, algunas habitaciones, una cocina y un baño, un patio, contuvieran todo lo que ella quisiera conocer. Claro, no sólo los lugares, sino esa vida tan cotidiana que ocurre en ellos. Ante todo sus habitantes. Si bien es cierto que es la casa de Mema, y que él es el dueño de casa y el personaje principal del libro, es también la casa de Annick. También es su refugio, su imaginación, son sus emociones, sus afectos, sus temores. Son sus dudas y sus preguntas.

No quisiera reproducir estereotipos de género, pero siento que sólo una mujer podría haberse percatado del valor de esa casa y de ese mundo. Y aunque las personas que la habitan estén, en muchos sentidos, en las antípodas de la autora, creo que es una feminidad compartida, deseada, dudosa pero sistemática, una feminidad machacona e insistente la que le permite a Annick mirar ese mundo y a esas personas, seguirlos, quererlos, tal vez no soportarlos en ciertos momentos, pero respetarlos y entenderlos. La autora comprende su propia feminidad, ese lugar del orden simbólico oscuro y pulsante, a través de los esfuerzos de las otras y de los otros, de esa voluntad tajante de ser quien se desea ser, a pesar de todo, y con todo.

En este sentido, el libro se convierte en un manual singular y detallado sobre cómo ser mujer; un manual para mujeres en ciernes. La autora relata, en alguna medida, su propio aprendizaje, como si la investigación fuera no sólo la descripción de los otros, de sus vidas y de sus prácticas, sino también una forma particular de ascesis, a través de la cual Annick Prieur se transforma a sí misma según los códigos, las enseñanzas, los modos y los deseos de sus informantes. He dicho que el libro puede leerse como un manual sobre la feminidad buscada por un grupo de hombres, todos homosexuales, de las clases populares de México, muchos de ellos travestidos. Ellos, y ellas, exhiben ante Prieur todo su saber sobre la feminidad, todas las tácticas que se requieren para ser una mujer, aunque sea de modo parcial y siempre fracasado; le enseñan cómo se puede ser una mujer ‘de verdad’ y que los otros lo crean y lo deseen.

Por eso la elección de esa casa fue tan acertada: porque en ese lugar pequeño se desarma y rearma todo un sistema de género, todo un orden sexual. Pero éste es un manual singular, un proceso de aprendizaje especial, porque la única mujer biológica presente en esa casa –al menos durante su estadía es la propia autora, y ella es quien debe aprender. ¿Qué le enseñan, entonces? ¿Qué tipo de aprendizaje es ése? ¿Cómo se le puede enseñar algo a alguien que se supone lo sabe por naturaleza y que lo trae en su cuerpo? A la autora, los hombres travestidos, las jotas, le enseñan a ser Mujer, a ocupar el lugar simbólico de la feminidad. El libro es un largo viaje por los meandros de ese aprendizaje, y se convierte, en algún sentido, en una Bildungroman, pero no de un personaje –la autorasino de un colectivo –las jotas. Unos aprenden de los otros cómo ser lo que cada cual desea ser. Porque la subjetividad y el cuerpo, buscados y deseados, están depositados en prácticas y saberes colectivos que la casa pone a disposición de sus habitantes. Aunque la autora señale que el deseo no es un producto social, creo que el libro muestra exactamente lo contrario: el texto puede leerse como una etnografía de un deseo colectivo y social que traspone un orden de género, que lo enuncia en sus rasgos más profundos, pero que lo desplaza mediante estos acomodos y desacomodos, de los cuerpos y de las identidades. El deseo de las jotas de ser las mujeres que no son, el deseo de los mayates por mujeres que no existen; el deseo de las jotas por los hombres en tanto mujeres, el deseo de los mayates por las jotas en tanto hombres. Y, entre medio, todas las imprecisiones y todos los desplazamientos de lo que podría parecer, en un primer momento, enfático y tajante.

Insisto: todo esto acontece en una pequeña casa. Pero la casa es un mundo, y es toda Ciudad Neza la que entra y sale de ella. Son las vidas de las clases populares urbanas del país, la vida de tantos homosexuales, transgéneros, travestis, jotos, maricones –que el lector elija el término–; la vida de hombres de las clases trabajadoras. Las periferias de las ciudades, pero también del poder, de la ciudadanía y de todos los artefactos retóricos que hemos elegido para asegurarnos de que somos algo o alguien. Los habitantes de la casa de Mema sólo han elegido sus cuerpos y sus deseos. Una elección que a los ojos de buen ciudadano parece la peor elección, la más efímera. Y es cierto: las jotas de Prieur, como ella las llama, aman el tiempo y su movimiento enfático, asumen tal vez con mayor tranquilidad la muerte y su áspera certeza. Hay semejanzas entre mundo de la Mema y el descrito por Bajtín para el barroco francés. Una vitalidad frenética, un humor punzante, una risa profunda. La autora sabe sumarse a ese movimiento, a ese frenesí sexual, corporal, estético y discursivo. Lo sigue con la mirada. Le da una pausa en sus propias dudas y en sus asombros. Lo esgrime como un argumento y luego restituye la luz fulgurante de la risa al ajetreo de las descripciones.

En este sentido, quisiera destacar la calidad de la descripción en esta investigación. Luego de tantos afanes deconstructivos, posmodernos, trans, queer, después de tantas querellas sobre la escritura, el sujeto, el lenguaje, que nos han dejado encerrados en un pabellón de sordos donde nadie puede escuchar lo que el otro dice, abismados por los propios experimentos textuales, retóricos y subjetivos, surge esta descripción atenta y sugerente: silenciosa. Una descripción sabia, que sabe conducir la teoría hasta sus propios abrevaderos y que desliza siempre una precaución ante la complejidad de lo descrito. Prieur nos permite asistir a las piruetas retóricas y discursivas de sus acompañantes, nos guía hasta sus cuerpos en transformación y nos conduce hacia sus identidades transitivas. Nos deja allí y nos pide que reflexionemos. Tal vez ella siempre estuvo sorprendida y su escritura nace de esa sorpresa tan radical y tan consistente. Se siente que no ha dejado de estarlo, en muchos sentidos. Pero nunca pensé que se pudiera describir a través de y mediante la sorpresa. Ese sería realmente un hallazgo, para cualquier investigación posible. Claro, exige y requiere de cierta inocencia, de una prudencia astuta que no se deje engatusar por las provocaciones teóricas y sí por las vidas, sí por las narraciones, sí por las injusticias, sí por los sentidos, aunque sean provisionales.

Entonces, en el texto de Annick Prieur el lector no encontrará una jerga incomprensible, ni neologismos vanguardistas, ni palabras partidas, tachadas o mutiladas con sentidos ocultos detrás de desgarros que nunca descifraremos. Muy por el contrario, encotrará un texto amable, preciso, se diría que dulce. Sin embargo, a través de esa retórica de la sencillez, la autora elabora una etnografía espléndida sobre las disyunciones más acuciantes que podemos encontrar en un orden sexual y de género, las dislocaciones más extravagantes y atrevidas al orden corporal, que nos conmina y nos educa, de las identidades que se nos atribuyen y nos obligan. ¿Cómo describir cuando nada está en su ‘lugar’, por así decirlo? ¿Cómo describir estas disyunciones tan radicales de lo que se considera natural y debido? ¿Qué descripción se necesita para un mundo que no tiene ninguna ruta segura y que parece dispararse en todas las direcciones? Tetas, culos, bocas, penes, pelucas, vestidos, maquillajes, siluetas, bromas, insultos, alcohol, noche, día, sexo, silencio, comida. Un sintagma para la vida cotidiana de la casa de Mema y sus intensidades.

Quisiera destacar, finalmente, otro aspecto que me parece relevante y que hacen de este libro una lectura provechosa para cualquiera que desee investigar, más allá del tema que haya elegido. Annick Prieur construye, en algún sentido, una etnografía a dos voces. Ella es la autora, pero a su lado está Mema. No es el clásico texto donde el autor asume un lugar semi-divino y soberano, y en el que se cita a los informantes para dar cierta consistencia a las descripciones. En este libro, por el contrario, la autora asume el poder analítico de Mema y se deja conducir por él. Mema no es un informante, es casi coautor del texto. Creo que esa relación tan cercana, de una complicidad sugerida a lo largo del trabajo, sin explicitación, es el pivote del libro y lo que le permite a Annick comprender paulatinamente lo que sucede en esa casa y en esas vidas. Mema es testigo del proceso de inmersión en ese mundo que experimenta la autora, y se convierte en su oráculo y en su traductor. Oráculo porque se le pueden formular las preguntas más complicadas y difíciles, y siempre las responde en los términos del misterio que se quiere descifrar. Algo fundamental para una etnografía. Y traductor, no del idioma sino de los sentidos. Mema puede traducir el deseo, la corporalidad, la estética, la ética, los afectos, las identidades de los habitantes de su casa para Annick Prieur, los va haciendo paulatinamente más comprensibles, pero también más complejos. La voz de la Mema habla a través de la voz de Annick, y las voces de los muchachos de esa casa hablan a través de la voz de Mema. Entonces el libro se transforma en un médium entre subjetividades, significados, cuerpos, destinos y biografías.

¿Qué necesitamos para ser médiums de un mundo y de tantas voces? Al menos, que nos dejemos atravesar por ese mundo y por esas voces, que permitamos que habiten en nosotros y hablen su propio lenguaje, y digan lo que tienen que decir, lo que desean decir, lo que pueden decir. Entonces, la casa misma habita en Annick, como un lugar espectral en muchos sentidos. Prieur habla de los otros y por los otros, pero que también deja que los otros hablen a través de ella. No sé si estaré en lo cierto, pero tengo la sensación de que la autora sintió en su propio cuerpo la escritura de este libro. No sé si se podría decir que la ‘habitaba’. Diré que investigar y escribir es, ante todo, un sencillo ritual de purificación.

Tal vez tiene mucho sentido hablar en estos términos fantasmales, si se quiere, cuando han pasado tantos años desde que Annick Prieur vivió en ese lugar. Quizás la casa exista todavía, pero ya no es la casa de Mema. No se sabe de quién será ahora. Tampoco importa. Sé que esa casa desapareció, y con ella, el mundo de este libro. Algunas de las personas que participaron de la etnografía ya murieron, de otras sólo los protagonistas saben de su paradero y qué están haciendo. De otros más no se sabe nada, por el momento. El libro, por esto, es como una foto antigua, en la que los que posan permanecen asidos sólo a la imagen, conmovedoramente seguros de sí mismos y dulcemente precarios. Como una foto, como un fantasma, la casa regresa con sus puertas y ventanas, sus risas y sus llantos, con sus olores y sus texturas hasta nosotros, lectores atentos y sorprendidos, felices de que se nos invite y de que seamos bien recibidos. Nos hacemos testigos nosotros mismos de lo que allí se escribió; partícipes de esas vidas. Nosotros también médiums. Nosotros también fantasmas.