Sexualidad, Salud y Sociedad

REVISTA LATINOAMERICANA

ISSN 1984-6487 / n.1 - 2009 - pp.63-88/ www.sexualidadsaludysociedad.org



Del sexo dicotómico al sexo cromático. La subjetividad transgenérica y los límites del constructivismo



Francisco Vázquez García

Prof. Dr. Catedrático de Filosofía

Universidad de Cádiz, España


> francisco.vazquez@uca.es


Resumen: En este artículo se afronta el problema de la subjetivación de las personas transtrans. El punto de partida lo constituye la doble paradoja que afecta tanto a este colectivo como a los profesionales sanitarios que se encargan de los “trastornos de identidad de género”. Los primeros oscilan entre la aceptación y el rechazo de la medicalización; los segundos, oscilan entre una representación naturalista y una perspectiva psicosocial de las diferencias de género. En ambos casos se privilegia un planteamiento constructivista radical que acaba ignorando la dimensión del cuerpo vivido. Con objeto de aclarar esta paradoja se presenta una interpretación que combina la aproximación genealógica (a priori histórico) y el análisis fenomenológico de la subjetividad transgenérica (a priori carnal).

Palabras clave: transexualismo; transgenerismo; constructivismo; subjetividad; cuerpo


Do sexo dicotômico ao sexo cromático. A subjetividade transgênica e os limites do construtivismo

Resumo: Neste artigo confronta-se o problema da subjetivação das pessoas trans. O ponto de partida constitui o duplo paradoxo que afeta tanto a este grupo como aos profissionais sanitários que se encarregam dos transtornos de identidade de gênero”. Os primeiros oscilam entre a aceitação e a recusa da medicalização; os segundos oscilam entre uma representação naturalista e uma perspectiva psicossocial das diferenças de gênero. Em ambos os casos, privilegia-se uma formulação construtivista radical que acaba por ignorar a dimensão do corpo vivido. Com o objetivo de esclarecer este paradoxo, apresenta-se uma interpretação que combina a aproximação genealógica (a priori histórico) e a análise fenomenológica da subjetividade transgênica (a priori carnal).

Palavras-chave: transexualismo; transgenerismo; construtivismo; subjetividade; corpo


From dichotomic to chromatic sex. Trasnsgender subjectivity and the limits of constructionism

Abstract: This paper deals with the subjectivation of trans people. The starting point is a sort of a double paradox concerning those persons and the health professionals dealing with “gender identity disturbance”. The former are placed between acceptance and rejection of the medicalization process. The latter fluctuate between a naturalist and a psychosocial view about gender differences. In both cases they emphasize a radical constructionist approach that ignores the living body. In order to understand the mentioned paradox we take a different way, combining the genealogical approach (focused on the historical a priori) and the fenomenological analysis (focused on the charnel a priori).

Keywords: transsexualism; transgenderism; constructionism; subjectivity; body


Del sexo dicotómico al sexo cromático. La subjetividad transgenérica y los límites del constructivismo1


Planteamiento del problema

El asunto que quiero plantear en este artículo tiene que ver con las nuevas formas de subjetividad promovidas desde los colectivos que operan en el ámbito de los “transtornos de la identidad de género”, enfermedades de catalogación relativamente reciente y que vienen dando lugar a un extenso debate social e intelectual sobre los problemas del género y la identidad. Los fenómenos de la transexualidad y el transgenerismo, ¿constituyen un síntoma más del narcisismo propio de una cultura somática que convierte al cuerpo y a su pretendida maleabilidad infinita en la última utopía que nos queda?;2 los colectivos de personas trans, ¿constituyen modos de “bioidentidad” (Ortega, 2008:21) caracterizados por el conformismo y el individualismo insolidario, o por el contrario contienen virtualidades emancipatorias y contribuyen a universalizar el estatuto de ciudadanía?

En relación con este problema salta a la vista, enseguida, una sorprendente paradoja que afecta tanto a las personas trans como al saber médico que se ocupa de ellas.


Una Doble Paradoja

En efecto, por una parte, las personas trans asumen el modelo biomédico que las patologiza tanto en el plano físico –se trata de pacientes que requieren cirugía de reasignación de sexo (CRS)– como en el plano mental: la última versión del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM), editada en 2001, las diagnostica como personas afectadas por un trastorno de identidad de género (Nieto, 2008:283-288). Actualmente, y en la mayoría de los países, sigue siendo necesario pasar la CRS para poder obtener el reconocimiento legal en la condición de género que se desea. Una ley aprobada por el parlamento español en el verano de 2007, exime a las personas trans de este requisito, pero las obliga a pasar por el diagnóstico psiquiátrico, y prescribe el tratamiento hormonal (Público, 2008:26; O’Regan, 2007:46; Mejía, 2006:30-32; Nieto, 2008:316). La ley inglesa, que entró en vigor en abril de 2005, también suprime la obligatoriedad de la cirugía, pero requiere asimismo el dictamen psiquiátrico de “disforia de género” (Mejía, 2006:33). Esto quiere decir que incluso en las legislaciones más avanzadas y desmedicalizadoras, el paso por las autoridades y tecnologías médicas dista de haber desaparecido.

Sin duda, el acatamiento del modelo biomédico por parte de las personas trans tiene, en muchos casos, un carácter estratégico (Butler, 2006:135), pues a menudo se trata de la única manera de lograr un reconocimiento legal que facilita el acceso a una vida habitable –integración laboral, evitación de situaciones humillantes en público, protección frente al acoso y la agresión, y aumento de la autoestima–.3 En otros casos se trata de una sincera aceptación de ese modelo, interpretando desde el mismo el malestar experimentado por habitar en un cuerpo que contradice las propias expectativas de género (Gómez & García, 1999:17; Nieto, 2008:177).

Por otra parte –y esto resulta cada vez más frecuente–, las personas trans se organizan en colectivos cuya pretensión no es ya facilitar el acceso a la CRS, sino desafiar abiertamente el modelo biomédico (tanto la CRS como el diagnóstico psiquiátrico) y la correspondiente división dual entre los sexos-géneros dicotómicos. Se establece entonces una distinción entre “transexuales”, personas que se consideran afectadas por un trastorno en la identidad de género, y “transgeneristas”, es decir, aquellas personas que rechazan la identidad de género que se les ha asignado, pero que no se consideran por ello enfermas (Mejía, 2006:257-290; Nieto, 2008:192-193, 324-326). En la visión “etic”, avalada por los especialistas médicos y compartida por las personas “transexuales”, las personas “transgeneristas” son etiquetadas como “falsas transexuales”, consideradas como casos de “travestismo” o incluso de “psicosis”. Desde la perspectiva “emic”, asumida por “transgeneristas”, el rótulo englobaría a todas las personas que cuestionan con su propia existencia la validez del esquema dicotómico de los sexos-géneros, sean partidarias o no de la CRS.

No obstante, incluso entre “transgeneristas” que se oponen a la medicalización, resulta frecuente el empleo de tecnologías médicas como la hormonación e incluso, paradójicamente, el recurso parcial (mastectomía en transexuales masculinos) o total a la cirugía de reasignación (Mejía, 2006:247-255; Nieto, 2008:263).

El desafío planteado por el movimiento transgenérico suele hacerse enarbolando argumentos radicalmente construccionistas, procedentes de la teoría queer. En ellos, el género y el sexo son afrontados como puras construcciones sociales, incluso como puros efectos de las prácticas discursivas, sin ningún anclaje biológico. Por esta razón el esquema dicotómico de los sexos-géneros es visto como una arbitraria configuración cultural que funciona perpetuando la negación de la ciudadanía a las personas trans. Desde esta posición transgenérica, en cambio, se toma al cuerpo como una realidad infinitamente maleable, alentándose la continua experimentación con el fin de transgredir las fronteras marcadas por el heteronormativismo y la rígida división dualista entre los sexos (Bornstein, 1994; Queen & Schimel, 1997).

La segunda parte de la mencionada paradoja concierne al propio saber médico que se encarga de definir y tratar a las personas trans. Ciertamente, siguiendo una herencia que se remonta a las décadas iniciales del siglo XIX, la medicina asume la misión de apuntalar –naturalizándola– la representación dicotómica de los sexos-géneros, reafirmando el dogma de que, en la especie humana, a un cuerpo le corresponde en exclusiva un sexo. Sin embargo, al mismo tiempo, y al menos desde la década de 1950, la propia medicina socava en parte ese esencialismo, reconociendo el carácter socialmente construido de la identidad de género (Nieto, 2008:157). De hecho, las categorías mismas de “transexualidad” o de “disforia de género” sólo han sido posibles con el cuestionamiento del esencialismo biologista. Esos conceptos implican el reconocimiento de una discordancia entre lo dado biológicamente y lo instituido a través del aprendizaje psicosocial.

En este hiato entre el sexo biológico y el género social es precisamente donde halla cabida la cirugía de reasignación sexual. Ésta pretende curar el trastorno configurando una apariencia corporal ajustada al género socialmente aprendido. En la base de esta tecnología médica y de su agresivo intervencionismo se encuentra un planteamiento construccionista no menos radical que el de la teoría queer. Se trata de encarar el cuerpo como una materialidad infinitamente manipulable, un cuerpo-artefacto sometido a amputaciones, injertos, implantaciones y tratamientos hormonales de toda índole.

Este mismo constructivismo médico asociado a la cirugía abre el cuerpo a una expansiva mercantilización de alcance global, muy lucrativa, donde los pacientes transexuales acaban convirtiéndose en consumidores crónicos de los servicios sanitarios. La alternativa al mercado libre –consistente en el financiamiento de las operaciones por parte de la seguridad social– parece cerrarle el paso a toda iniciativa despatologizadora (¿cómo se va a financiar públicamente una intervención no justificada terapéuticamente?); la calidad del servicio prestado, al menos en el caso español (la comunidad autónoma de Andalucía es la única que subvenciona estas operaciones con fondos públicos) deja mucho que desear, según testimonian sus usuarios (Mejía, 2006:33).

Por lo dicho hasta aquí se advierte que la identidad de esas nuevas subjetividades que encarnan las personas trans se establece a través de una pugna entre las estrategias despolitizadoras de la medicina –defendiendo desde supuestos constructivistas el anclaje natural de la dicotomía o dualidad de los sexos-géneros–, y las estrategias repolitizadoras puestas en liza por los colectivos trans y los científicos sociales que afirman el carácter culturalmente instituido de la mencionada dualidad.4

En la actualidad, sin embargo, y más allá de este contraste estereotipado entre una biomedicina esencialista y una vindicación trans radicalmente constructivista, lo cierto es que ambos contendientes coinciden al oponer, en el plano teórico, la biología a la cultura, y en dejar a un lado la experiencia vivida, esto es, al cuerpo como materialidad indisponible, como modo de ser en el mundo que conforma la propia identidad de la persona trans.5 En ambos casos, el cuerpo aparece como una cosa, una propiedad o instrumento, a merced de las manipulaciones quirúrgicas de los facultativos o de la experimentación transgresora de los “pomosexuales”. Éstas van desde los cambios de sexo en el mundo virtual hasta las metamorfosis diarias –de hombre a mujer, o de mujer a hombre– practicadas por los llamados “transeúntes del sexo” como Phaedra Kelly (Nieto, 2008:184-186).

En efecto, los defensores del modelo biomédico no quieren saber nada de personas que, aunque no se sientan a gusto con el sexo biológico que les ha tocado, tampoco se experimentan como perteneciendo, de una pieza, al otro género disponible (Nieto, 2008:62-64, 184). Rechazan de entrada todo desajuste entre sexo biológico, género y orientación sexual, y tampoco tienen en cuenta la realidad de numerosas culturas que reconocen la existencia un tercer género o de figuras intermedias entre los dos sexos-géneros (Ramet, 1996; Fausto-Sterling, 2000:108-109; Nieto, 1998:19-23; y 2008:50-54, 90-116).

Ante la mirada quirúrgica, el cuerpo aparece como una materia inerte susceptible de ser moldeada en la mesa de operaciones con arreglo al género deseado. Se establece entonces una división del trabajo que implica un verdadero descuartizamiento del cuerpo vivido: a los especialistas en la parte somática (endocrinólogos, urólogos y ginecólogos) les corresponde dictaminar sobre esa materia inane; a los expertos en la parte psíquica (psiquiatras, psicólogos) se les asigna determinar la verdad de ese deseo, es decir, si el sujeto realmente está aquejado por el trastorno mental en cuestión.

Por otro lado, los colectivos de personas trans tienden cada vez más a proveerse de un discurso que interpreta la experiencia vivida en clave de construcción cultural y de experimentación electiva y deliberada, olvidando así la condición “carnal” y por tanto indisponible y holística –frente al énfasis postmoderno en el cuerpo “fragmentado”– de la corporeidad vivida. Estos militantes queer del transgenerismo suelen olvidar también –y en esto coinciden con la mayoría de los expertos biomédicos– que el carácter no dicotómico de los sexos-géneros y la pluralidad o condición cromática (Rothblatt, 1995) de la identidad sexual en la especie humana están arraigados en la biología, como muestra la experiencia de los intersexuales y las investigaciones de biólogas como Fausto-Sterling, 2000:101-114; 1998:79-90. Esto no supone apostar por el esencialismo, sino renunciar al viejo dualismo idealista y kantiano que contrapone la cultura a la biología, lo aprendido a lo innato y el hombre a la Naturaleza; se trata de reconocer nuestra inclusión en una biosfera perfilada por los rasgos de la complejidad, la libertad y el pluralismo de las formas (Campillo, 2008:21-56).

El planteamiento de la paradoja que constituye el punto de partida de este artículo lleva a considerar que el constructivismo de las ciencias sociales proporciona herramientas indispensables para repolitizar el modelo polar y dualista (sólo hay dos sexos y dos géneros), mostrando su contingencia, su rango de invención histórica. Sin embargo, esta perspectiva construccionista se revela insuficiente a la hora de otorgar voz propia a la resistencia ofrecida por los colectivos de personas trans, porque sigue presa del antagonismo entre biología y cultura, de la representación del cuerpo como una cosa o propiedad, y del menosprecio intelectualista del cuerpo vivido. La biología y la fenomenología del cuerpo ofrecen importantes recursos intelectuales para edificar un discurso trans emancipatorio.6 Desde ambos puntos de vista se muestra que la pluralidad genérica y sexual no es una arbitraria construcción cultural –aunque se encuentre mediada por la adscripción cultural e institucional del sujeto–, sino algo presente en la biología de la especie humana y en la propia experiencia vivida individualmente por las propias personas trans. Politizar el género, en ese contexto, significa afirmar, “instituir” la existencia de un “nosotros” transgenérico sustentado tanto en los análisis críticos de corte construccionista como en argumentos de biólogos y fenomenólogos.

A continuación presentaré, de forma un tanto esquemática y simplificada, algunas propuestas para combinar la aproximación genealógica, es decir, el análisis del irrebasable “a priori histórico” en el que se inserta la invención del “transexual”, y la aproximación fenomenológica, esto es, el estudio del indisponible “a priori carnal” que configura la experiencia vivida de las personas trans.7 La primera pretende dar cuenta, desde las premisas de un construccionismo bien temperado, de las estrategias despolitizadoras desplegadas por el saber médico y sus cambiantes regímenes de verdad en relación al sexo y al género, a partir de la edad moderna. La segunda aspira a arraigar en la experiencia vivida de las personas trans, captada en sus narrativas, el empeño repolitizador que convierte a este movimiento en una empresa emancipatoria, situada más allá de la mera reivindicación bioidentitaria.

Consideraciones epistemológicas: por un constructivismo bien temperado

Para entender la emergencia de esa familia semántica constituida por los conceptos de “transexualidad”, “disforia de género” y “trastornos de la identidad de género”, así como de la tecnología quirúrgica de reasignación sexual, es necesario situar, en la larga duración histórica, la función del médico como autoridad encargada de determinar la identidad sexual de las personas. Esto remite, de inmediato, a la historia del hermafroditismo y de la intersexualidad. Ciertamente, aunque intersexuales y transexuales constituyen figuras bien distintas, su historia los convierte en inseparables.

En efecto, la disociación, en el discurso médico, entre sexo biológico y sexo psicosocial, se produjo por primera vez en relación con los problemas de asignación de identidad planteados por los intersexuales. A mediados del siglo XX se constató que ninguna tecnología de diagnóstico (morfología genital externa, análisis histológico de las gónadas, estudio biológico y químico de las secreciones hormonales, test cromosómico) suministraba un criterio inequívoco para delimitar materialmente la identidad de los intersexuales. Ni siquiera el test genético, extendido a mediados del siglo pasado, podía llegar a determinar siempre el sexo biológico de la persona, pues en los casos de alteración cromosómica, como sucede en los síndromes de Klinefelter y de Turner, los marcadores del cariotipo tampoco resultan decisivos (Fausto-Sterling, 2000:45-54; Nieto, 2008:376-386). Además, los intersexuales mostraban que el sexo cromosómico tampoco era la instancia crucial para fijar su identidad sexual, pues podían registrarse alteraciones del fenotipo –en los ovotestis, por ejemplo– o en las secreciones internas –como en el síndrome de insensibilidad a los andrógenos o en la hiperplasia suprarrenal congénita– que propiciaban identidades discordantes con la determinada por el cariotipo.

A partir de la década de los cincuenta comenzó, por tanto, a considerarse que la instancia decisiva en la asignación de la identidad era el aprendizaje psicosocial, con independencia del sexo biológico. No por casualidad, en esta misma época –El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, se publicó en 1949– comenzaba a difundirse en la literatura feminista el dictum de que la anatomía no era un destino. Este planteamiento abrió el paso a la cirugía de reasignación del sexo aplicada a los intersexuales (Hausman, 1998:193-232; Fausto-Sterling, 2000:66-73; Meyerowitz, 2004:98-129).8 El doctor John Money, principal valedor de la teoría psicosocial de la identidad de género en los años cincuenta, fue también el principal impulsor de la CRS con esos pacientes. Esta tecnología se desarrolló a gran escala en el Hospital de la Universidad John Hopkins, en Baltimore, donde trabajaba Money. No es por azar que, una década después, en 1965-1966, cuando el gobierno de Estados Unidos legalizó la CRS para transexuales –la noción de “transexualidad” se acreditó en la comunidad médica tras la publicación en 1966 de la obra de Harry Benjamin, The Transsexual Phenomenon se designara al mencionado hospital universitario como lugar oficial preferente para esa práctica quirúrgica.

Money sostenía que el género se desarrollaba a una edad precoz a través del aprendizaje. Por ello su criterio consistía en operar a los intersexuales recién nacidos asignándoles la identidad que consideraba más pertinente y eliminando los genitales del otro sexo. Estas intervenciones se realizaban por tanto sin el consentimiento del paciente y a menudo sin que los padres fuesen informados de la situación. Las desastrosas secuelas, tanto físicas como mentales, de esta cirugía a edad temprana, narradas por los propios afectados, condujo en los años ‘90 a la formación de la Intersex Society of North America (Dreger, 1998:176-177 y Chase, 2005). Este colectivo en defensa de los derechos de los intersexuales defendía frenar las intervenciones de CRS en recién nacidos, establecer una moratoria quirúrgica hasta que fuera posible el consentimiento del afectado y no forzar su orientación identitaria en uno u otro sentido.

Como se puede comprobar, la opción fuertemente constructivista e intervencionista de Money en relación con la identidad de género, obedecía paradójicamente a la exigencia intensamente esencialista de preservar el sistema dicotómico: a cada cuerpo sexuado le debía corresponder un género en exclusiva. Por otro lado, este modelo psicosocial de Money era sesgadamente heteronormativo; se consideraba que la asignación de identidad a un intersexual era exitosa cuando ésta se correspondía con una orientación heterosexual. Análogamente, se estimó que una prueba de “verdadera transexualidad” (Garaizábal, 1998:48, 57; Billings & Urban, 1998:91-122; Nieto, 2008:57-65) era la orientación heterosexual del paciente, concordante con el género que se deseaba obtener.

Situada en el perfil de una historia más larga, la posición de Money ejemplifica la presencia de un insólito régimen de verdad en la historia de los saberes y las tecnologías médicas encargadas de la identidad sexual. La tarea del médico no consiste en rastrear los marcadores materiales, biológicos o químicos, que permiten dar con el verdadero sexo de la persona; se trata, en cambio, de moldear la apariencia genital y los caracteres secundarios –contando asimismo con la ayuda de la farmacología hormonal– con arreglo al género edificado mediante aprendizaje psicosocial. Autores como John Money o Robert Stoller ilustran así el tránsito de un régimen de verdad que apuntaba a descubrir el “sexo verdadero” a otro que trata de modelar un “sexo simulacro”. En este último, el sexo y el género quedan básicamente identificados con la imagen de los genitales. Se impone por tanto una representación fragmentaria y virtual del cuerpo, la misma que se reencuentra hoy en los juegos postmodernos de cambio de sexo en la red (Ortega, 2008:176-178).

Generalizando mucho, se pueden distinguir en la historia occidental, al menos desde la edad moderna, tres grandes regímenes de verdad en relación con el sexo y el género. Este modelo lo hemos aplicado al estudio histórico del hermafroditismo y los cambios de sexo en España (Vázquez, 2007; Cleminson & Vázquez, 2009).

El primer régimen enunciativo, característico de las sociedades de órdenes, es el sistema del “sexo estamental”. En este sistema, tener uno u otro sexo era como pertenecer a un rango o estamento determinado. Cambiar de sexo –una alternativa que la medicina hipocrático-galénica reconocía como factible– era como “tomar estado”, un tránsito análogo al paso de la soltería al matrimonio. Del mismo modo que se era noble o villano, se era varón o hembra; pertenecer a una u otra esfera llevaba aparejada la atribución de una serie de privilegios o prerrogativas. Del mismo modo que uno no podía llevar espada o portar ciertos signos de prestigio si no era noble, con arreglo a las interdicciones suntuarias, tampoco podía vestirse de varón si era mujer y viceversa, salvo en circunstancias excepcionales (teatro, mascaradas o concesión de venia extraordinaria por la autoridad eclesiástica).

Ahora bien, de este hecho no puede deducirse que en la sociedad del Antiguo Régimen el sexo estaba subordinado al género, o que sus planteamientos anticipaban, avant la lettre, las tesis del postmoderno “construccionismo social”.9 En rigor, la distinción entre sexo y género carecía de sentido.

En primer lugar, lo biológico nunca se presentaba bajo la forma de una instancia puramente biológica o “nuda vida”. Se insertaba en una doble trama; por una parte, expresaba un orden trascendente: el de la Naturaleza como ámbito moral regido por Dios. La eclosión de sucesos naturales extraordinarios o “maravillas” expresaban –en una tradición que se remontaba a San Agustín– la omnipotencia de la voluntad divina. Esto sucedía también con el nacimiento de hermafroditas o con los episodios de “mejora de sexo”, cuando una mujer se trocaba en varón. Al mismo tiempo, la Creación divina se prolongaba en la fecundación humana, lo que exigía la existencia exclusiva y diferenciada de hembras y varones. No hay, pues, divorcio entre una biología que da cabida a figuras intermedias (sexo) y un marco institucional que las excluye (género): ambas posibilidades están inscritas en la Naturaleza, entendida como manifestación de la voluntad divina. Por esta razón se ha señalado que la “biopolítica”, la emergencia de un poder que actúa protegiendo, inmunizando la “nuda vida”, sólo puede entronizarse en el hueco dejado por la retirada de este orden trascendente de matriz teológica (Espósito, 2006:88-89).

Por otra parte, junto a esa trama vertical, una red horizontal vinculaba al cuerpo –y por tanto a la identidad personal– con el sistema de linajes, corporaciones y grupos de parentesco. El nombre, los derechos, las obligaciones, las prerrogativas, entrelazaban al cuerpo en un tejido de honores y de dependencias. Se trata, en cierto modo, de lo que Foucault designó como “dispositivo de la alianza” (1977:129-131) que implicaba un régimen de visibilidad peculiar. Así, ante la apariencia física de un individuo desconocido, el problema que se planteaba no era el de descifrar su verdadero yo o su auténtica personalidad, sino más bien discernir de qué familia o casa procedía; descifrar los signos que permitían advertir su rango, y si podía portarlos de iure. Esto abría un amplio espacio para fraudes y usurpaciones de identidad que llenaban de malestar e incertidumbre la esfera de las relaciones cortesanas, comunitarias y familiares (Zemon Davis, 1984). Por esta razón, en el caso de los individuos hermafroditas o de los mutantes de sexo, las intervenciones de la autoridad (parteras, médicos, jueces, obispos, etc.) no recaían en un supuesto sexo subyacente: pretendían determinar los atributos de rango, vestimentas, ocupaciones, etc., que el individuo en cuestión podía detentar legítimamente. A la postre, los propios elementos físicos del organismo funcionaban como símbolos del rango, no como realidades meramente biológicas. El gesto, previsto por la tradición del derecho Romano, de asignar el “sexo predominante” –que no “verdadero”– a los sujetos nacidos hermafroditas, tenía precisamente ese sentido: determinar el rango de pertenencia y las prerrogativas y obligaciones a él asociados.

El cuerpo, por tanto, en una época aún no marcada por la escisión entre cultura de elites y cultura popular (Muchembled, 1988:15), no era afrontado como realidad biológica tout court ni como cápsula que separaba al yo del mundo; como revelaba el “cuerpo grotesco” explorado por Bajtin (1987:273-331), se trataba de una realidad extrovertida; un microcosmos ligado a un macrocosmos a través de influencias, simpatías y antipatías, funcionando como un texto donde podían leerse los designios divinos o deshacerse la honra de los linajes.

Este régimen de verdad, que funciona en ámbitos tan diversos como la literatura de viajes y maravillas, la alquimia, el discurso jurídico y la teología, puede encontrarse también operando en los textos médicos de los siglos XVI y XVII. En un estudio muy conocido, el historiador Thomas Laqueur (1990) ha intentado demostrar que en esa época y hasta la Ilustración predominó en Europa un discurso médico de matriz galénico-hipocrática que, lejos de defender un esquema de dos sexos dicotómicos e inconmensurables, postularía un modelo de sexo único, el de varón. La mujer sería entonces un hombre imperfecto, dentro de una escala continua en la que habría lugar para hermafroditas, mutantes de sexo, mujeres hombrunas, hombres menstruantes, etc. Aunque la hipótesis de Laqueur, muy controvertida, ha sido en parte refutada (Nederman & True, 1996:498; Stolberg, 2003), sigue siendo cierto que hasta las revoluciones liberales de la era moderna –que justifican las nuevas divisiones jerárquicas a partir de argumentos científicos y ya no teológicos o asociados a la ideología de los tres órdenes– no se consolida la fundamentación de las diferencias de género en diferencias biológicas de base. Esto no significa que los hermafroditas o las metamorfosis de sexo fueran tolerados socialmente. Las diferencias entre los estamentos sexuales eran cruciales para la preservación de un sistema social fundado en las relaciones de alianza; por eso las transgresiones de las fronteras entre los sexos –salvo en casos excepcionales– eran duramente sancionadas por las instituciones civiles y religiosas. Dios permitía la existencia de hermafroditas, testimonio de su omnipotencia, pero al mismo tiempo había instaurado a la pareja procreadora para que continuase su obra; por eso, aquéllos debían ser encuadrados legalmente en uno de los dos sexos socialmente factibles.

Resultaría muy extenso ahora describir los procesos que dieron al traste con el “sexo estamental”, borrando del saber todas esas figuras intermedias que se han mencionado. En otro lugar (Cleminson & Vázquez, 2009) hemos trazado el análisis de esos procesos que despegan entre el siglo de las Luces y la era de las revoluciones políticas: la naturalización del monstruo, la emergencia del individuo-propietario y el despliegue de la biopolítica liberal y de la medicina legal moderna.

El segundo régimen de verdad es el del “verdadero sexo”. Con el eclipse de la sociedad de órdenes, las diferencias entre los sujetos –homologados como individuos-propietarios– ya no descansan en privilegios y obligaciones jurídicamente sancionados sino en el cuerpo, en el organismo. Esta codificación biológica de las diferencias en la era de la igualdad es lo que permitió excluir de la ciudadanía plena a las mujeres, a los extranjeros y a los étnicamente inferiores (Campillo, 2008:263-268). En el ámbito del género se trataba de fijar sólidamente las diferencias en la biología. En consonancia con esto, la medicina legal, la embriología y la teratología insistieron en la inexistencia de seres sexualmente intermedios o de transmutaciones de un sexo a otro. Los peritos forenses se empeñaron en encontrar un técnica de diagnóstico que permitiera cifrar sin error cuál era el verdadero sexo de los individuos, más allá de su apariencia orgánica o moral dudosa.

Las primeras reglas, sistematizadas por el legista francés Henry Marc hacia 1817, apuntaban a diagnosticar el verdadero sexo apoyándose en el examen de la morfología genital externa. Ante todo se recomendaba no tener en cuenta la propia opinión del afectado. Este procedimiento se reforzó con la utilización del microscopio y del espéculo, pero pronto se reveló insuficiente. En la década de los noventa del siglo XIX, empezó a difundirse en Francia y en Gran Bretaña una nueva técnica, presentada por Theodor Klebs en 1876. Se trataba del análisis histológico de las gónadas. El “verdadero sexo” se empezaba a esconder en las profundidades del organismo. Al mismo tiempo –la técnica se inventa hacia 1892, pero sólo se usó a gran escala en la segunda década del siglo XX, cuando se hicieron factibles las técnicas de anestesia– se desarrollaba la “laparotomía”, un procedimiento de cirugía exploratoria que permitía abrirse paso entre los pliegues orgánicos de los individuos de sexo dudoso para, por ejemplo, localizar ovarios ocultos y eliminar falsos testículos, dejando al descubierto el “verdadero sexo”. Hacia 1915, la laparotomía fue complementada con la tecnología de las biopsias (Dreger, 1998:139-166).

El recurso al examen microscópico del tejido gonadal y la cirugía exploratoria tampoco permitía dar cuenta adecuadamente de todos los casos de indefinición sexual. A partir de 1906, y sobre todo con la obra del británico Blair Bell desde 1915, se abrió un nuevo territorio para encontrar los marcadores biológicos del “verdadero sexo”: se trataba de las secreciones internas (Dreger, 1998:158-166). Esto implicaba que la diferencia sexual no era tanto una estructura como un proceso. Siguiendo la estela del zoólogo Richard Goldstein en 1917, se empezaría a hablar de “intersexualidad”; el “verdadero sexo” dependía de la dinámica hormonal. Inicialmente se pensó que las hormonas estaban sexualmente marcadas como masculinas y femeninas. Sin embargo, los trabajos emprendidos por el equipo holandés que dirigía Ernst Laqueur y las investigaciones publicadas por el ginecólogo alemán Bernhard Zondek entre finales de los años veinte y comienzos de los treinta, acabaron poniendo en tela de juicio la propia caracterización sexual de las secreciones internas y la consiguiente escisión de las hormonas en masculinas y femeninas (Oudshoorn, 1994:42-81).

Las evidencias que contradecían la pertinencia de semejante dicotomía fueron acumulándose en el curso de las décadas siguientes. Las hormonas dejaban de ofrecer un asidero estable donde fijar el “verdadero sexo”. Este mismo concepto fue desplazado por el de “sexo conveniente”; el planteamiento biologicista se veía reemplazado, desde finales de los años cincuenta, por otro más pragmático. Se aceptaba de facto la posible discordancia entre la determinación científica del sexo –que ahora se indagaba en el plano cromosómico– y la asignación efectiva del sexo. Empezó a considerarse que ésta dependía más del aprendizaje psicosocial que de la conformación biológica de la persona. Este estilo de razonamiento en términos “psicosociales”, difundido por el psicólogo John Money y por su equipo en el Hospital de la John Hopkins, no era una nueva variación en la historia del “sexo verdadero”, sino que suponía el tránsito a un nuevo régimen de verdad. Empezaba la era del “sexo simulacro”. Sólo en este régimen enunciativo podía cobrar sentido la figura del “transexual”, pues encarnaba a una suerte de “intersexual psíquico”: una persona biológicamente normal pero afectada por un trastorno mental que le llevaba a disociar el sexo orgánico del sexo psicosocial.

De este apresurado recorrido histórico se pueden extraer algunas lecciones. En primer lugar, y a pesar de la obligada brevedad del repaso histórico realizado, queda claro que el modelo biomédico de la identidad sexual dista de responder a un esquema estático y uniforme. Si la autoridad de la medicina, como última ratio decisoria a la hora de determinar la identidad sexual de las personas, ha podido mantenerse vigente al menos desde la primera mitad del siglo XIX, ello no se ha debido al aferramiento dogmático de la medicina a unas premisas y a unas tecnologías de diagnóstico, sino gracias a su flexibilidad para cambiar y recodificar los supuestos esencialistas, hasta el punto –en el régimen del “sexo simulacro”–, de renunciar a una parte de ellos.10 Dependiendo de las coyunturas históricas, de su propia dinámica interna y de las relaciones de poder en el terreno del género, el saber médico se ha mostrado, unas veces reacio a admitir formas transicionales entre ambos géneros –como en la época del “verdadero sexo gonadal”–, y otras ha sido más proclive a aceptarlas, aun patologizándolas, como en la época dominada por el paradigma de la intersexualidad y la teoría de la bisexualidad universal.

En segundo lugar, y aun reconociendo que las tecnologías y los discursos de la medicina operan configurando realidades y dando forma a “tipos de personas” –como el “transexual” o el “intersexual”– (Hacking, 1990:146-152), esto no impide admitir al mismo tiempo la trascendencia y la resistencia de ciertas realidades respecto al discurso y a las prácticas sociales (Hacking, 2001:122). Diciéndolo con John Searle (1997:27-28): existen cosas con un estatuto, a la vez, de objetividad ontológica (no son un constructo social) y epistemológica (acontecen más allá del discurso). ¿Cómo si no puede explicarse, por ejemplo, el desmentido dado por los hechos –producido por las investigaciones bioquímicas dirigidas por Laqueur y Zondek en los años treinta– a la tesis de la especificidad sexual de las hormonas? Es un ejemplo del modo en que el trabajo experimental puede engendrar hechos que desmienten los prejuicios compartidos por una comunidad científica. El constructivismo que proponemos es, por tanto, consciente de sus límites; se trata de un constructivismo bien temperado.

En tercer lugar, y más allá de las diferencias señaladas entre el régimen del “sexo verdadero” y el del “sexo simulacro”, hay que decir que ambos guardan continuidad en un punto capital. En los dos casos, el saber y las tecnologías médicas actúan legitimando y contribuyendo a reproducir el esquema dicotómico o dual de los sexos y de los géneros. En el primer caso se trataba de descubrir los marcadores biológicos que convertían a una persona en un hombre o en una mujer. En el segundo se pretendía construir un cuerpo cuya apariencia eliminase todo desajuste entre el sexo biológico y el género psicosocial. Ambos planteamientos excluyen, por principio, la existencia de personajes de género mixto o portadores de un tercer género.

Esta función de la medicina como legitimadora del esquema dicotómico no queda tan clara en la época del “sexo estamental”. Esto se debe, por una parte, a que en los casos de duda sobre la identidad sexual de un individuo, el facultativo actuaba más como un asesor de la autoridad familiar que como un funcionario habilitado para decidir; por otro lado, a que el propio saber médico distaba de rechazar completamente la posibilidad de seres de género mixto e incluso de cambios de sexo.

Esta referencia a la medicina como autoridad social en materia de identidad sexual permite extraer una última lección. El saber médico no opera en un vacío político; su funcionamiento forma parte de los cambiantes dispositivos en el modo de gobernar a los seres humanos. Hay que estudiar en paralelo las transformaciones en los regímenes de verdad y las que afectan a los regímenes de gubernamentalidad. Así se entiende, por ejemplo, la emergencia de la medicina legal como instancia última para decidir el verdadero sexo de las personas en caso de duda. Este acontecimiento tiene lugar en el contexto de una gubernamentalidad liberal emergente en las primeras décadas del siglo XIX. En aquélla se planteaba el problema de contabilizar el reconocimiento de los derechos políticos y civiles del individuo con la exigencia de administrar las conductas procreadoras, encuadrándolas en un orden familiar asentado en la estricta división sexual del trabajo. Este equilibrio entre soberanía democratizada y biopolítica de las poblaciones requería mantener a la mujer fuera de la esfera de la plena ciudadanía, justificando esta exclusión por razones biológicas, esto es, por la especificidad orgánica de cada sexo. La alianza entre la medicina legal y la autoridad familiar permitía regular privadamente este problema, sin requerir la intervención directa del Estado sobre la privacidad de la esfera doméstica.


Consideraciones ético-políticas: el cuerpo vivido

Con esta referencia al maridaje de la medicina y del ejercicio de gobierno, se entra de lleno en el marco de las consideraciones ético-políticas. Se transita entonces desde el ámbito del saber médico y de sus agentes, al terreno de los afectados por sus intervenciones en el campo de la identidad sexual: la experiencia ética y política de los intersexuales y, en el caso que más nos interesa ahora, de los transexuales. Sin duda, esta experiencia está en buena medida condicionada e incluso colonizada por los discursos y las prácticas de la medicina: ¿no es el transexual, en efecto, como suele decirse, una construcción del saber médico? Sin embargo, del mismo modo que antes se señaló la trascendencia y la resistencia de ciertas cosas respecto al poder performativo de los discursos, ahora hay que constatar la trascendencia y la indisponibilidad de ciertas experiencias vividas respecto a las tecnologías y los conceptos expertos que pretenden encuadrarlas. Se pasa así del “a priori histórico”, jalonado por “regímenes de verdad”, al “a priori carnal”, que da cuenta de la capacidad de acción individual y concertada de las personas trans.

Aunque la bibliografía sobre las personas trans sigue dominada abrumadoramente por una literatura médica y psiquiátrica, donde prima la investigación sobre sus cuerpos realizada en tercera persona, desde hace ya una veintena de años ha empezado a despegar un importante corpus de trabajos, procedentes sobre todo del campo de las ciencias sociales, que otorga un lugar preponderante a la propia voz de los afectados (Bolin, 1988; 1991; Plummer, 1995; Kessler, 1998; Mejía, 2006; Nieto, 2008).11 Esta proliferación de narrativas autobiográficas, novelas e incluso tesis doctorales redactadas por personas trans, puede servir como referencia para intentar captar algunas de las invariantes que conforman su “cuerpo vivido” o “a priori carnal”.

Lo primero que llama la atención en estas fuentes es la enorme pluralidad de experiencias evocadas; reducirlas a un único patrón parece una tarea imposible (Nieto, 2008:190-195). Un ejemplo de esto lo proporciona el modo de situarse ante la cirugía de reasignación sexual. Poca relación parece existir entre los transexuales de varón a mujer, más dados a demandar este servicio apelando a un “impulso irresistible” (Nieto, 2008:154, 171) y los transexuales de mujer a varón, más proclives a desconectar el contenido noemático de su percepción (el cuerpo vivido) respecto a la representación objetiva del cuerpo avalada por los expertos, y más reacios a una intervención notablemente más costosa y arriesgada que en el caso de los transexuales de varón a mujer (Nieto, 2008:164-178).

Esta pluralidad de experiencias traduce el hecho de que el cuerpo vivido no es una realidad orgánica desarraigada e independiente; se configura dependiendo de las redes sociales y afectivas de contacto y de las interacciones simbólicas que en ellas se vehiculan. Como señala Iván, un joven transexual de mujer a varón:

Realmente la necesidad de intervención y la obsesión por ella se da, en un principio, pero cuando tu integración social es completa como hombre y sobre todo cuando tu vida de pareja es satisfactoria, y ella acepta tu genitalidad y por tanto ayuda a que tú la aceptes con sus limitaciones, la necesidad de una reconstrucción genital pierde su trascendencia (Nieto, 2008:174).


El cuerpo vivido remite a una trama simbólica, social y afectiva de dependencias y reconocimientos; es una realidad contextual, una co-pertenencia intencional con el medio ambiente donde se emplaza, justamente aquello que la representación biomédica del cuerpo parece dejar de lado o se limita a considerar –en el caso de la intervención psiquiátrica o psicoterapéutica– desde parámetros patologizadores. La pluralidad de experiencias vividas por las personas trans sirve también para desmentir el intento de reducirlas al patrón monolítico que, en la tradición de Benjamin o de Money, concibe al transexual como la persona que, sintiéndose perteneciendo a un género, se encuentra encerrada en un sexo biológico de signo contrario. Esta metáfora del “encierro” permite presentar a la CRS como una liberación, gracias al ajuste entre los deseos del paciente y su apariencia corporal.

Las narrativas trans muestran que este arquetipo dista de ser universal. Es muy frecuente el caso de personas que, experimentando una relación de malestar con su apariencia corporal y con el género asignado por nacimiento, no experimentan sin embargo el deseo de transformarse en personas del género opuesto, pues admiten desconocer en qué consiste ese género opuesto (Nieto, 2008:183-184). El mencionado testimonio de Iván indica también otra distorsión propiciada por el discurso médico: no existen transexuales con trayectorias de una pieza, teleológicamente orientadas hacia la CRS y la conversión al género opuesto. La persona puede experimentar un malestar inicial con su apariencia corporal –en especial, genital– pero puede corregir –en buena medida, gracias al reconocimiento de los otros– esta experiencia inicial de modo que su apariencia se integre positivamente en el resto de su proyección vital, sin necesidad de recurrir a la CRS. Puede darse en cambio el caso de personas trans que, rechazando de entrada la intervención quirúrgica y militando por la abolición de este requisito para obtener el reconocimiento legal del cambio de sexo, acaben, llegada cierta edad, por encontrar una “paz interior” en el cuerpo reconstruido por la cirugía (Mejía, 2006:322-324). Existiría, por tanto, una multiplicidad de “carreras” (Moreno Pestaña, 2009) en el sendero del cambio de sexo que contradirían la imagen unitaria y monocorde transmitida por el biomédico.

El capital cultural detentado por los afectados y los contextos institucionales condicionan decisivamente la experiencia vivida. Es relativamente frecuente que las personas trans con profesiones intelectuales y un capital cultural más elevado cuenten con mayores recursos simbólicos –familiaridad con las teorías queer, conocimiento de las consecuencias de la cirugía y del diagnóstico psiquiátrico– a la hora de desafiar el modelo biomédico y la violencia simbólica derivada de éste.12 Por otro lado, si las instituciones prescriben la CRS para obtener el reconocimiento oficial del cambio de sexo, la intervención (o el paso por la patologización psiquiátrica en los casos de España y Gran Bretaña, que no prescriben la cirugía) se convierte, para muchas personas, en el único medio de obtener una identidad estable, puesto que ningún ordenamiento jurídico reconoce un espacio fuera de los dos sexos dicotómicos. Y la identidad estable, más allá de los experimentos de transgresión constante desplegados por los “pomosexuales”, es el único medio para lograr una vida habitable.

Esta necesidad de luchar, organizándose políticamente para lograr una vida habitable, revela otro de los rasgos que conforman el “a priori carnal” de las personas trans. Se trata de lo que Didier Eribon, aplicándolo a gays y lesbianas, ha denominado la experiencia de la injuria (1999:29-32). La huida del insulto y de la violencia es un elemento estructurante de la subjetividad trans. Las narrativas biográficas de las personas trans están surcadas por un sinfín de humillaciones más o menos sordas, padecidas cotidianamente en la calle, en el mundo laboral o en las oficinas públicas; un cúmulo de sufrimientos que viene a sumarse al malestar con la propia imagen corporal (Mejía, 2006:53-72, 105-121; Nieto, 2008:62). La CRS se presenta como terapia que da fin a estas aflicciones y franquea el paso a un reconocimiento legal que permite escapar de la invisibilidad y protege contra la exclusión. Sin embargo, el relato, reiterado en numerosas autobiografías e historias de vida trans, de la desilusión, en el mejor de los casos, cuando no de los estragos físicos y de la miseria sexual provocados por la intervención quirúrgica, ofrece un desmentido a las promesas dadas por los especialistas (Billings & Urban, 1998:104-107; Mejía, 2006:161-165; Nieto, 2008:147-152).

La implicación política en la lucha por los derechos de las personas trans constituye, sin duda, una de las vías para esquivar la injuria. Este ingreso en la militancia se ve sin embargo dificultado por la propia pluralidad de las experiencias individuales evocadas; no resulta fácil encontrar elementos compartidos que estimulen la cooperación y la gestación de colectivos. Por esta razón se habla a menudo –y esto aparece recogido en las narrativas en primera persona– de la “insolidaridad” y del “individualismo” como rasgos característicos de las personas trans (Mejía, 2006:21, 173, 259). Por otra parte, los colectivos existentes no siempre coinciden en su background ideológico y en los objetivos que persiguen (Mejía, 2006:258).

En el caso de los colectivos españoles de transexuales, que es el que mejor conozco, se ha producido un cierto viraje en la última década (Mejía, 2006:238). En los años ’90, la mayoría de las organizaciones de transexuales tendían a asumir en general los presupuestos del modelo biomédico. Se trataba de convencer a la opinión pública y a los poderes públicos de la gravedad del problema social que representaba la discriminación y la violencia contra los transexuales. Con este objetivo, la mayor parte de las organizaciones de trans defendía su condición de enfermos (afectados de disforia de género o de trastorno de la identidad de género) y enfatizaba, frente a las confusiones de la opinión común, su diferencia respecto a travestis y homosexuales. En tanto que enfermos, se solicitaba la atención psicológica y la subvención de la cirugía de reasignación sexual con fondos de la seguridad social. Este capítulo de la lucha se saldó con un éxito parcial: aunque se logró que vastos sectores de la opinión pública e incluso de la Iglesia Católica española (Diario de Sevilla, 1999a:3; 1999b:20) reconocieran su estatuto de enfermos y de víctimas de discriminación, sólo una Comunidad Autónoma española –la de Andalucía– decidió sufragar las operaciones con fondos públicos. De rebote, la imagen patologizada del transexual quedó reforzada.

Sólo algunos grupos de pequeña escala, como el Colectivo de Transexuales de Cataluña (CTC), se alzaron, en los años ‘90, contra la aceptación de la perspectiva patologizadora y del modelo biomédico (Mejía, 2006:123-150). En esta organización se empezó a hacer valer la noción de “transgenerismo”, oponiéndola a la categoría psiquiátrica de transexualidad, disforia o trastorno de género. El transgenerista era la persona que desafiaba el esquema dicotómico de los géneros, sin aceptar ni el diagnóstico psiquiátrico ni la cirugía de reasignación de sexo como requisitos obligatorios para el reconocimiento legal del cambio de identidad. La CTC repolitizaba una reivindicación que había quedado despolitizada al confinarse dentro de los parámetros del discurso biomédico.

Esa primera militancia trans debe encuadrarse dentro de las formas de bioidentidad y biosocialidad, pues aglutina a personas que comparten una dolencia determinada, y pretende mejorar la condición social y sanitaria de las mismas, sin cuestionar las relaciones de poder en curso ni apuntar a una ampliación del ámbito de la ciudadanía. Los objetivos de la CTC, que a partir de la década del 2000 se han convertido en mayoritarios dentro del movimiento trans español, implicaban una denuncia del conformismo y de las limitaciones presentadas por los primeros colectivos de transexuales. Desbordando al modelo biomédico, se reclamaba el derecho de las personas trans a la propia identidad sexual; la ley debía reconocer la facultad de cambiar de sexo sin necesidad de ser diagnosticado como enfermo ni pasar por una intervención quirúrgica. En este caso, la reivindicación implicaba ampliar o extender la ciudadanía –es decir el ejercicio de los derechos– a personas que se veían excluidos de ellos a menos que pasaran por una intervención quirúrgica obligatoria y aceptaran la victimización social que implicaba ser considerado un paciente mental. Pero además, la nueva politización del asunto llevaba necesariamente a modificar por completo nuestra manera secular de entender las relaciones entre los géneros y nuestro modo de definir el estatuto mismo del ciudadano. En primer lugar, se sugería la existencia de un tercer espacio o nicho genérico, que no equivalía a la dicotomía hombre/mujer. Se insinuaba el paso del sexo-género dicotómico a una suerte de sexo-género cromático, y se postulaba la necesidad de pensar la relación entre los géneros como un continuum de indiscernibles, por decirlo con Leibniz. En segundo lugar, se desvinculaba el concepto jurídico e instituido de ciudadano de la categoría biológica y asociada a la dualidad de sexos biológicos. Ser varón o hembra, ese dato que sigue figurando en nuestros documentos de identidad, dejaba de ser un atributo definitorio de la ciudadanía.

La acción colectiva de repolitización planteada por el movimiento trans puede sintetizarse, por tanto, en tres niveles emancipatorios diferenciados (Nieto, 2008:12-13):

a) La “desmedicalización”, esto es, desvincular el reconocimiento legal del derecho a cambiar de identidad sexual de la intervención médico quirúrgica obligatoria. Este primer nivel se encuentra recogido en las leyes de identidad de género recientemente aprobadas por los parlamentos británico (2005) y español (2007). No obstante, en este último caso se sigue prescribiendo el requisito de la hormonación.

b) La “despsiquiatrización”, esto es, eliminar la categoría de “trastorno de la identidad de género” de los manuales de diagnóstico de enfermedades mentales, y suprimir el diagnóstico psiquiátrico como requisito para el cambio legal de identidad de género. Este segundo nivel no se ha franqueado en ningún país del mundo, aunque es razonable pensar que –como sucedió con la catalogación nosológica de la homosexualidad– se haga en un futuro más o menos próximo.

c) La “desdualización”, esto es, reconocer en el ordenamiento jurídico un tercer espacio de género que no sea ni el de hombre ni el de mujer, haciendo al mismo tiempo irrelevante, desde el punto de vista legal y administrativo, la asignación del sexo. Este tercer nivel no se ha traspasado en ningún país del mundo, y es razonable pensar que tal cosa no suceda en un futuro próximo. Se trata, no obstante, de una aspiración utópica que viene avalada tanto por argumentos biológicos como por la propia y manifiesta pluralidad de géneros exhibida por el cuerpo vivido de transexuales e intersexuales.

Este triple ciclo de repolitización emancipatoria anuncia, por un lado, una era postmédica y postpsiquiátrica en el modo de afrontar el fenómeno trans, pero más allá de este horizonte, pone en cuestión las bases sociosexuales de nuestro concepto de ciudadanía.

Como ha intentado demostrarse, una legitimación teórica que potencie la lucidez de esta empresa de repolitización, no puede asentarse ya sobre supuestos exclusivamente construccionistas. En este sentido, las historias genealógicas, útiles para cuestionar los discursos dominantes, se revelan insuficientes. En efecto, en la medida en que el construccionismo postmoderno considera como ilusorio el carácter indisponible y estructurante de la experiencia vivida, revelada en las narrativas trans, corre el riesgo de colaborar con la actitud medicalizadora. Paradójicamente, el desmentido construccionista del cuerpo vivido acaba aliándose con el desmentido que, en nombre de la ciencia médica y psiquiátrica, se hace del discurso en primera persona emitido por las personas trans: es reducido a síntoma, expresión de una realidad patológica objetiva.

Para preservar el potencial emancipatorio de los análisis genealógicos se hace necesario, por tanto, articularlos con los enfoques fenomenológicos centrados en la descripción del “a priori carnal”. Éste da cuenta del modo en que, por un doble movimiento, las categorías científicas y los regímenes de verdad brotan en el trato de los expertos con el cuerpo vivido de los “pacientes” trans, cuyas narrativas conforman la materia prima de las taxonomías expertas.13 Pero por otro lado, esta descripción fenomenológica, que enfatiza la condición activa y estructurante del cuerpo vivido, da cuenta también del modo en que los pacientes se constituyen como sujetos políticos, gracias a la reapropiación crítica que hacen de ese discurso experto. Incluso cuando éste es acatado por las persona trans, esa aceptación nunca implica una asunción pasiva, sino un intento de reelaborar creativamente ese discurso para dar sentido a una vida habitable.

En cualquier caso, la necesidad de explorar este doble movimiento obliga a cuestionar las impaciencias de cierto constructivismo –patente en las prácticas de la “cibercultura” y del “pomosexualismo”– que hacen de la identidad corporal y de género el resultado de una elección, de un acto deliberado y libre de transgresión. En el mejor de los casos, esta experiencia representaría sólo una circunstancia particular en la manera de vivir el propio cuerpo y la propia identidad de género. Se trataría del modo en que las personas dotadas de un elevado capital cultural, el que se corresponde con el artista o el intelectual de vanguardia, experimentan su relación con el cuerpo y el género.

Recibido: 10/12/2008

Aceptado para publicación: 27/03/2009




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1 Este texto constituye una versión revisada de la ponencia presentada en el Congreso Internacional “Novas Fronteiras da Subjetivação”, celebrado en Río de Janeiro, Brasil, del 19 al 21 de noviembre de 2008. A los organizadores, Benilton Bezerra Jr., Jurandir Freire y Francisco Ortega, quiero expresarles mi reconocimiento por haberme invitado a exponer esta propuesta en el mencionado encuentro. A Francisco Ortega le agradezco asimismo algunas sugerencias fundamentales; y a la profesora Jane Russo, sus comentarios y su estímulo para dar a conocer este manuscrito.

2 Sobre las personas transexuales como “tecnófilas” empeñadas en la voluntad consumista de remodelar continuamente su cuerpo, véase Hausman, 1995:138.

3 El deseo, experimentado por muchas personas transexuales e intersexuales, de poseer un “identidad estable” –lo que no significa una identidad regida por la férrea unificación de sexo, género y sexualidad– no es un prejuicio que mantiene a estos individuos presos de un mito con funciones “normalizadoras”. Sólo la posesión de una identidad estable permite el reconocimiento de los demás y la preservación de una “vida habitable”. En este punto coincidimos con Butler,(2006:65, 71) y discrepamos parcialmente de Garaizábal (1998:47).

4 Sobre esta lógica de “despolitización” y “repolitización”, véase Campillo, 2008:271-274.

5 En esta necesidad de trascender el constructivismo e integrar los enfoques fenomenológicos, seguimos a Moreno Pestaña, 2008 y Ortega, 2008:189-229.

6 Habitualmente suele oponerse el constructivismo de matriz foucaultiana a la aproximación fenomenológica, cuyo principal representante sería Merleau-Ponty. No obstante, y especialmente en la última fase de su trayectoria, pueden encontrarse en Foucault aproximaciones –eso sí, insuficientes– a la perspectiva fenomenológica. Véanse Ortega, 2008:191-193 y Shusterman, 2008:15-48.

7 La noción de “a priori carnal” tiene sus raíces en la distinción husserliana entre “intencionalidad del acto”, es decir, tética o reflexiva e “intencionalidad operante”, es decir prepersonal y prediscursiva (Merleau-Ponty, 1973;195-219). No obstante, su formulación corresponde a Merleau-Ponty (2000). El “a priori carnal” alude al cuerpo vivido como trasunto de la existencia y condición de posibilidad del sentido. Esta aproximación al cuerpo se sitúa más acá de las concepciones empirista (el cuerpo como cosa o como hecho) e intelectualista (el cuerpo como representación e instrumento de la mente); es mi condición carnal, dada e indisponible, la que estructura y abre el mundo antes de toda reflexión y objetivación científica, siendo así una instancia que permite rebasar las dicotomías características del pensamiento moderno (empírico/trascendental, pasivo/activo, materia/espíritu, biología/cultura). Las síntesis que constituyen la experiencia son, por tanto, síntesis corporales, sinérgicas, no unificaciones conceptuales operadas por un Cogito trascendental. Este cuerpo vivido no está en el tiempo, sino que segrega temporalidad; actúa como una sedimentación temporal de experiencias, una “historia sedimentada”, sobrepasada hacia el pasado y hacia el futuro. Por último, esta “existencia encarnada” (Merleau-Ponty, 2000:448) es coexistencia entendida como ser-con-otros, en una intersubjetividad concebida como intercorporeidad más que como comunicación entre conciencias. Ciertamente, aunque el “a priori carnal” es indisponible, no se trata de una realidad completamente inaccesible e inmodificable por el trabajo de la reflexión. En este aspecto estamos de acuerdo con la crítica de Shusterman (2008:49-76), quien entiende que el planteamiento de Merleau-Ponty no le reconoce a la reflexión ningún poder para transformar y mejorar nuestra experiencia y nuestra capacidad de acción.

8 Meyerowitz (2004:15) sostiene que el concepto de “cambio de sexo” y la “cirugía de reasignación sexual”, existían en Europa entre las décadas de 1910 y 1940, antes de exportarse a Estados Unidos. Subraya que la teoría de la “bisexualidad universal”, sustentada por autores tan distintos como Weininger, Hirschfeld, Havelock Ellis o Gregorio Marañón, rompía con el modelo dicotómico característico de la medicina dicotómica y hacía posible la programación de intervenciones quirúrgicas para cambiar el sexo. Este punto de vista es discutible. En Cleminson & Vázquez (2009), apoyándonos en el análisis del caso español y de las tesis de Marañón, sostenemos que la mencionada teoría no constituye una ruptura sino una remodelación del modelo dicotómico en su versión de “verdadero sexo”. La diferencia sexual se situaba en el plano hormonal entendiéndola como proceso asintótico (de “diferenciación”) más que como estructura (los dos sexos inconmensurables, emplazados en el nivel genital o gonadal), flexibilizando así el esquema binario en un contexto cultural donde proliferaban los desafíos a la estricta división entre los géneros y a la heteronormatividad (empuje del movimiento feminista, visibilidad de la minoría homosexual, etc.). Esto no llevaba a despatologizar por completo a lo que se denominaba “estados intersexuales” (que incluía desde el hermefroditismo hasta la homosexualidad o el hipogonadismo). Por otra parte, Meyerowitz identifica como “cirugía de reasignación de sexo” todo un conjunto heterogéneo de prácticas cuya intención no era ajustar la apariencia somática al “género” (concepto no planteado hasta mediados del siglo XX y excluido por el biologicismo imperante), sino curar “perversiones sexuales” (“travestismo”, “homosexualidad”) o, en el mejor de los casos –ejemplificado por las intervenciones avaladas por Hirschfeld y sus colaboradores–, facilitar el reconocimiento social de “intersexuales”, cuyo estatuto no era el de enfermos sino el de variedades biológicas dentro de la especie humana.

9 Coincidimos en este punto –aunque a partir de testimonios históricos más que etnográficos– con la interpretación que el completísimo y excelente texto de Nieto (2008:156-161) hace de la comunidad de los hijra, aunque enfatizando que la disidencia de ésta respecto del modelo biomédico no supone una apuesta –lo que implicaría incurrir en el anacronismo o el etnocentrismo– por el “construccionismo social”.

10 Un ejemplo de esta flexibilidad es la introducción de la teoría de la bisexualidad universal entre las décadas de 1910 y 1930 (vide supra, nota 6).

11 Sobre el significado de las narrativas elaboradas por las personas trans desde un concepto no objetivista de la investigación, véase Nieto, 2008:22-32.

12 Véase el caso de Nadia, profesora titular de Universidad, cuya narrativa sobre la cirugía de reasignación de sexo aparece incluida en NIETO, 2008:165-166.

13 Un análisis ejemplar de la dependencia del saber médico respecto a las narrativas vitales de los pacientes, puede verse en Oosterhuis, 2000:215-230.